Desde que estaba en el instituto ya me parecía que la decisión mas difícil del día era la que formulaba cada mañana al elegir el preciso instante en que conectaba con el mundo y me levantaba de la cama. Suena el despertador. Lo apagas. Cierras los ojos y suena de nuevo. Parece un instante, pero si lo escuchas por segunda vez sabes que han pasado varios minutos. Dudas entre levantarte o esperar el tercer aviso, que llegará en cuanto cierres los ojos de nuevo. Sin duda, la decisión más difícil del día, especialmente en invierno, sólo comparable a la de cuándo abandonar una ducha de agua caliente. Tic-tac. El tiempo corre, el agua también, y lo que es peor, la factura de Emasesa engorda.
El pasar de los años sólo ha servido para reafirmarme en mi convicción, Curiosamente, una vez decidida a abandonar el paraíso -de mis sueños, del calor bajo el edredón y de su abrazo- suelo enfrentar el destierro con bastante buen humor. Hasta que llego a la cocina y descubro la cafetera vacía, claro, cosa que podía ocurrir entre una y dos veces por semana. Eso solía acabar con mi optimismo matutino, con velocidad e intensidad proporcionales al grado de madrugón en el que ocurriera el hallazgo.
Pero quitando el momento cafetera, que a veces es amenizado por las golondrinas que anidan en el termo de la cocina, como buena neurótica, suelo empezar el día cargada de energía y optimismo. Ya serán los acontecimientos que vayan sucediéndose después los que se encarguen de minarlo…
Si tengo ocasión, y salvo raras excepciones en que se imponen las prisas, procuro tenerla, me gusta desayunar mientras me asomo al mundo. Y al tiempo que mis neuronas se van conectando entre sí, me van conectando también con lo que ocurre a mi alrededor. Ojeo las noticias, contesto los primeros mensajes de whatsapp, comparto los primeros (y únicos) comentarios o artículos en el facebook, reviso las cuentas de correo -y las corrientes-… Los días que voy mejor de tiempo, o peor de ganas, me entretengo en escribir en el blog, hasta que Hugo, como está haciendo ahora, me recuerda que su paciencia tiene un limite. Tic-tac.
Entonces decido ponerme en marcha, por segunda vez en lo que va de mañana. Me ducho, saco al Hugo, le tiro la pelota para que corra y desfogue un poco; hago la primera llamada de teléfono mientras él se entretiene explorando nuevos olores en el parque… Esquivo charcos, zonas embarradas y cacas de otros perros, procurando pisar hierba firme. Con un poco de suerte encuentro algún ángulo donde esté dando el Sol. Hugo corre libre detrás de la pelota, sin molestarse si quiera en esquivarme a mi cuando viene de vuelta. Creo que es uno de los momentos más cuerdos del día. Pero como toda cordura, dura poco. De pronto, noto el peso de la mañana cayendo sobre mis hombros. Tic-tac.
Correos, impresión de documentos, reuniones, llamadas de teléfono, firma de documentación, más correos, más documentación… A veces escucho su voz, lejana, ajena al ajetreo que recorre los pasillos de mi cerebro. Ella dice que me habla a mi pero en realidad conversa con ella misma. De sobra sabe que captar mi atención en esos momentos, además de difícil, suele ser una experiencia poco recomendable.
Para cuando he acabado el trabajo, Ella está ya a punto de irse. Entonces nuestras miradas se cruzan -en el salón, en la cocina, en la entrada, en el portal o incluso de un coche a otro- y por segunda vez en el día, nos vemos. Siento sus prisas y ella mi cansancio. Maldecimos nuestros horarios incompatibles, a veces con palabras y a veces con miradas. Nos despedimos fugazmente, recordándonos que nos queremos, deseándonos una buena tarde, prometiéndonos mantener el contacto y… de pronto ya no está.
En mi nueva fase expansiva he cambiado la serie de sobremesa por una quedada social. Es más divertido aunque también más caro. Pero me hace más llevadera la doble jornada, así que tiene visos de haber venido para quedarse. Tic-tac hora de irse al (otro) trabajo. Para poder estar cogiendo llamadas a la hora que dice tu contrato has tenido que llegar mínimo 15 minutos antes a tu puesto para, entre otras tareas preparatorias, lanzar los sistemas informáticos con tus claves. Antes de eso has tenido que dejar tus pertenencias en la taquilla y cogido tus cascos del armario.
Una llamada. Otra. La siguiente. Una incidencia. Una reclamación. ¿Entre medio? Gestionas, dejas anotado lo que el cliente ha solicitado, lo que has comprobado, lo que has hecho y lo que has dicho… todo eso durante la llamada y procurando no poner música al cliente, que está feo dejarlo a la espera. Te despides. Otra llamada. No se cargan los datos porque aún no se ha ido la ficha del anterior, pero el nuevo ya te ha contado media película y está esperando a que le des la respuesta urgentísima que necesita y que no puedes darle porque contra toda evidencia lo que tú tienes delante no es una bola de cristal, sino una pantalla con varias aplicaciones informáticas que aún te están mostrando la información del cliente anterior. Tic-tac.
Y con mejor o peor suerte, casi siempre más tarde de lo que te corresponde, se acaba la jornada. Desconectas los cascos, te despides de tus compañeros, sales de la plataforma, coges tus cosas de la taquilla, usas tu tarjeta identificativa para salir por el torno y la guardas en el bolso hasta el día siguiente.
Coges el coche y conduces media hora hasta llegar a casa. Hugo me espera impaciente en el rellano. Sabe que hasta que no se siente no podré ponerle la correa, pero sus nervios le pueden, así que pasa entre 5 y 10 minutos dando saltos e intentando lamerme la cara (a veces lo consigue).
En esta época del año, que por fortuna está a punto de acabar, suele hacer frío por las noches, por lo que la salida nocturna es más bien corta, pero a veces la prolongo y espero a que llegue el Bixo y nos recoja en el coche. Lo malo de eso es que Hugo, que no es especialmente vivo en lo que a cualidades perrunas se refiere, no discrimina ni matrículas ni olores, y está cogiendo la bonita costumbre de irse como loco hacia cada coche que pasa por allí, y un día de estos vamos a tener un disgusto.
Son las 23:00 horas. Tic-tac. ¿Qué hay de cena? Muy pocas noches tenemos algo preparado. Toca decidir entre comprar comida para llevar (duele la cartera y un poco la conciencia, esto no debe de ser muy saludable) o ponerse a cocinar (con las pocas cosas que tenemos, lo tarde que es y lo cansada que estoy…). A veces gana el cansancio, otras la conciencia.
Ronda la media noche cuando, por primera vez en el día, me relajo. Aparco los «tengo que» y los «no me da tiempo» y disfruto de la cena.
Lo sé, tengo que cambiar de vida, pero eso es otra entrada.