Vértigo

Algo más de dos años desde la última vez que escribí… y cómo ha cambiado mi vida. Por fuera quizás no se note tanto: sigo madrugando y acostándome tarde, sigo sacando al Hugo a deshoras y visitando mucho el veterinario, trabajando mucho, cobrando poco, andando con prisas, siempre pegada al móvil… Solo a veces, un carrito que empujo con torpeza variable asoma como novedad en el paisaje de mis rutinas.

Pero por dentro… nada es igual.

Ha llegado él. Tan pequeño, tan frágil, y llenando tanto espacio…

Perdón

Errar es humano. Como tengo que lidiar todos los días con mi humanidad suelo ser bastante tolerante con las equivocaciones y por lo general entiendo que cualquiera puede cometer un error, por grande que sea éste.

Por eso cuando salí de aquel coche que acababa de ser embestido por otro vehículo no iba con ánimo de pelearme. Aunque había visto la velocidad de crucero que llevaba en el momento de impactar contra el nuestro y sabía que el dolor que estaba sintiendo en el cuello, y el de las dos personas que venían conmigo, había sido causado por su imprudencia.

El enfado vino luego. Cuando con el parte amistoso en una mano y la tolerancia en la otra, me topé de frente con el despotismo de un ser que en ningún momento pidió disculpas por lo ocurrido ni preguntó por el estado de las personas que estábamos dentro. No se tomó la molestia de dar una explicación. Sólo parecía preocupado por los daños de su propio vehículo y porque lo estábamos entreteniendo.

No haré juicios de valor con respecto al por qué nos trataba con tanto desprecio. Quizás no fuera porque éramos mujeres y él árabe. Quizás el hecho de que cuando llegaron los hombres su actitud cambió tiene más que ver con el miedo que con una religión mal entendida. No lo sé, y quizás me equivoco al pensar que no importa.

Me importa que ayer se cometió una agresión y que no ha sido compensada. No será compensada aún en el improbable caso de que alguien nos indemnice. No será compensada por la penitencia que quizás le imponga la policía por su pecado de soberbia, porque podríamos haberlo arreglado todo de forma amistosa.

Tampoco me importa que uno de los dos no tuviera  los papeles en regla. Ni sus prisas porque acababa el día del Ramadán. Su suerte me es absolutamente indiferente.

No quiero venganza. Sólo unas disculpas que no han llegado y nunca llegarán.

 

 

Plagas

La precariedad de nuestra economía se había dejado notar en los últimos meses también en el estado de los acuarios. La falta de tiempo para dedicar a su mantenimiento tampoco ha ayudado.

Aunque la población del acuario de escalares se ha mantenido milagrosamente estable, una proliferación excesiva de algas había cubierto casi por completo sus cristales, de forma que costaba mucho ver su interior.

Comencé con un tratamiento intensivo consistente en cambios de agua frecuentes, que sólo recientemente he podido completar con el paso definitivo: la compra de un pequeño ejército de peces come algas.

Aunque tengo químicos anti-algas, la mejor opción siempre es la auto-regulación de la Naturaleza mediante el equilibrio de sus ecosistemas.

siames

Come-algas siamés

La primera tanda de come-algas, 4 siameses, se mostraba excesivamente temerosa de operar en áreas visibles, por lo que se replegó en la esquina derecha del acuario, que ahora luce impoluta, sin atreverse a explorar el resto, claramente intimidados por el tamaño de los antiguos habitantes del acuario.

Ante el poder de los grandes, la única opción de los pequeños es permanecer juntos en grandes grupos.

Ayer envié refuerzos, un Plecostomus, Pleco para los amigos, y 4 Pekoltias (creo que se llaman así), todos ellos eficaces come-algas.

pleco

Plecostomus

 

Ahora mis come-algas, aunque siguen prefiriendo las esquinas -lugares menos accesibles para los grandes-, se van dejando ver también por el resto del acuario, recorriéndolo poco a poco de punta a punta, dejando a su paso un reguero de claridad y transparencia evidente que hace recobrar la esperanza en que podamos controlar la plaga.

Aunque el acuario dista mucho de estar impoluto, salvo por sus esquinas, ahora la trama de algas es menos intensa y ya permite ver lo que hay tras los cristales desde fuera: más algas.

Mientras observo al pequeño ejército afanado en la ingente tarea de reducir la plaga del acuario y escucho las noticias de última hora, no puedo evitar pensar en la analogía: un ejército de jueces, policías, periodistas… luchando sin descanso por acabar con nuestra plaga particular, la corrupción. Como mis come-algas, también ellos tienen que tener cuidado de no dejarse ver demasiado, si no quieren morir devorados por los poderosos, que han sabido adaptarse y sacar provecho del sistema. Como mi pequeño ejército, también ellos encuentran su fuerza en el poder de la unión. Y aunque sus resultados son evidentes, y van logrando importantes logros, algunas dimisiones, como la del ministro Soria, algunos encarcelamientos, como el de Mario Conde, que hacen recordar que existe una cosa que se llama justicia y que a veces también funciona para los ricos, los espacios de transparencia que van dejando, lejos de aportar tranquilidad, sirven para que desde afuera comience a vislumbrarse el verdadero alcance de la plaga.

 

 

 

With Arms Wide Open

Boszormenyi-Nagi, uno de los «fundadores» de la terapia familiar sistémica, partía de la premisa de que los hijos, desde su nacimiento, contraen una deuda familiar con sus padres que no podrán saldar nunca, ya que a ellos le deberán siempre la vida. A esta deuda inicial se le suman, en la mayoría de los casos, años de dedicación y sacrificio, que difícilmente podrán ser saldados por las acciones de los hijos, por más generosas y honorables que éstas sean.

Sin pretender poner en duda las enseñanzas de este gran maestro, hoy quiero utilizar esta mínuscula estrella en la blogosfera para hacerles llegar mi agradecimiento, no por darme la vida, que también (faltaría más!), sino por lo que vino después.

Hoy me siento muy agradecida al comprender que puedo permitirme vivir sin miedo porque ellos me enseñaron que el mundo es un lugar seguro. Hoy comprendo que no todas las personas han podido tener esa suerte. Hoy comprendo el origen del miedo. No del miedo a una amenaza real, que es necesario para poder evitar los peligros. Hablo del miedo a la vida, o del miedo a la muerte, que son las dos caras de una misma moneda.

Todas las veces que me caí y ellos me ayudaron a ponerme en pie, todas las veces que llegué llorando a casa y hubo alguien para consolarme. Todas las veces, en definitiva, que estuvieron y siguen estando ahí, ofreciendo su cariño como refugio y su ayuda cuando hace falta, han hecho que hoy, treinta y siete años después de llegar a este mundo, pueda confiar, cuando las cosas se tuercen, en que podrán arreglarse, cuando me caigo, en que podré volver a levantarme, cuando el corazón se rompe, en que puede volver a recomponerse. Porque el regalo más valioso que unos padres pueden hacer a sus hijos, tras darles la vida -qué duda cabe-, es enseñarles a confiar y a amar.

Si algún día llego a ser madre, no podré evitar transmitirle a mi hij@ algunas de mis manías y mis neurosis, o mi despiste permanente, mi mala memoria, mis alergias… No podré evitar cometer errores, y algunos me temo que serán de los grandes, pero haré lo imposible porque se sienta querid@ y segur@ en este mundo, como mis padres han hecho conmigo.

Va por vosotros.

 

 

 

 

 

Wings

Quizás hoy no sea el mejor día para escribir ni para hacer balance, quizás sea mejor anestesiarse viendo Anatomía de Grey.

Hoy, después de una serie de eventos que han salido encadenadamente mal, me he despedido de mi coche. Es un coche viejo, autodesmontable, lleno de averías y luces perennemente encendidas en el salpicadero. Dio problemas desde el principio y tenía una querencia muy  arraigada de ir al taller en los momentos menos oportunos.

Siempre ha consumido más gasolina de la que mi bolsillo podía soportar y en los últimos años su apetito se había vuelto más voraz y consumía aceite casi con la misma velocidad que el combustible.

Ese tipo de cosas hace que le tengas poco cariño a tu coche.

Pero era mi coche y un regalo que nunca supe agradecer lo suficiente.

Aunque ya no me lo llevaba a los viajes, porque a duras penas llegaba a los 100 Km/hora, con él he recorrido más de 200.000 Km,  he  escuchado miles de programas de radio, de cds, y en los últimos tiempos, también de mp-3.

Lo he conducido prácticamente a diario, estancias en talleres aparte,  durante los últimos 11 años.

Desde que me quedé sin despacho fijo llevaba media oficina en el maletero. Pero también era mi segunda casa. A veces, más estable que la primera.

En el reducido espacio que había entre sus cinco puertas he  pasado más tiempo que en cualquier otro lugar. En su interior he vivido momentos malos, buenos, inolvidables y para el olvido.

Supongo que ese tipo de cosas fue haciendo que pese a los malos tragos, le cogiera cariño. Eso, y su increíble capacidad para resucitar cuando todos le damos por muerto.

Quizás por eso, en los últimos tiempos, cuando alguien se metía con él, en vez de darle la razón, como hacía antes, ahora lo defendía.

«Será lo que sea, pero ahí sigue, 13 años después…»

Porque por encima de todo, me daba alas. Unas alas pesadas, aparatosas y terriblemente caras, pero lo suficientemente eficaces como para permitirme volar al ritmo de sus altavoces.

Soy afortunada y tengo la suerte de poder contar con alas prestadas, pero no puedo evitar pensar que con las viejas alas se queda también atrás una época que toca a su fin.

Mañana será otro día. Una nueva época dará comienzo. Pero esta noche, por ser la última, seré yo quien le ponga una canción a mi coche, y no al revés.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Magic Moments

Cuando era más pequeña, mi padre me hablaba de «los momentos mágicos» y me decía que eran la sal de la vida. Decía que a veces ocurrían en la feria o te pillaban desprevenido en cualquier reunión de amigos. No podían ser buscados ni convocados, porque parte de su magia residía en lo inesperado de la situación que se crea.

Aprendí a reconocerlos. Cuando aparecen, te sacuden como una descarga, por su intensidad y porque, por unos instantes, eres plenamente consciente de que estás siendo feliz, en ese momento y en ese lugar. Sabes que su magia se prolongará sólo unos segundos o, en el mejor de los casos, apenas unos minutos más, y tal por eso, lo disfrutas aún más.

Son esos momentos los que hacen que nuestro paso por esta tierra merezca le pena, y los que llevaremos en el recuerdo cuando emprendamos nuestro otro viaje.

Anoche vivimos uno de ellos escuchando esta canción:

Slowly

 

Una ventaja de caminar despacio es que puedes observar el mundo a tu alrededor. Puedes ver venir las Navidades desde lejos, sin que te sorprenda el primer escaparate que encuentres adornado, o el anuncio de la lotería por la TV.

Te permite saborear los detalles y deleitarte con los que más te gustan.

Otra ventaja, bastante paradógica, es que avanzas más rápido que cuando caminas deprisa, porque cuando caminas deprisa, el mundo entero se acelera contigo, incluido el tiempo. Y lejos de controlarlo, de doblegarlo, con nuestras prisas, lo alimentamos.

Sin embargo, cuando caminas despacio, el tiempo no tiene más remedio que reducir la marcha para ir a tu paso.

Ya está aquí un nuevo y flamante fin de semana, y a la vuelta de la esquina, un precioso puente.

Que lo disfruten… despacio!

Nido

Desde hace unos días para acá, en Villa Nevera tenemos nuevos vecinos. Aún no los hemos visto, pero están teniendo una mudanza bastante escandalosa. Están acomodándose en el hueco por donde sale hacia el jardín el tuvo del aire acondicionado.

Todo parece indicar que se trata de gorriones preparando su nido para el invierno. Esperamos que sea así, porque si no en breve seremos nosotras las que estemos buscando un nuevo nido.

Singing in the sun

A veces las palabras recorren tu cuerpo como una exhalación y sientes la imperiosa necesidad de volcarlas sobre un papel. O sobre una pantalla. El dónde importa menos. Lo que resulta vital es poder expulsarlas, como si se tratara de un mal virus. Te invade la rabia, la incomprensión o la ira y el acto de escribir se convierte en una compulsión no más controlable que un vómito que te arrasa la garganta.

Otras veces las palabras se multiplican y se atropellan unas a otras en tu interior, mezclándose y confundiéndose con tus sentimientos. Entonces necesitas escribirlas para pensar con claridad o simplemente para saber lo que sientes. Cuando acabas los cristales de tus gafas están más limpios y tu piel tiene la frescura que deja una ducha reconfortante.

También sucede que cuando estás muy triste o muy decepcionada, escribes. Y con cada palabra que tecleas, el dolor va aliviándose, lenta pero progresivamente, como si estuvieras untando alguna crema antiinflamatoria sobre la herida. Si bien el daño no desaparece, normalmente queda reducido a una dosis tolerable.

Cuando estás enamorada o hasta las patas de hormonas, todo lo que escribes tiene un regusto a algodón de azúcar difícilmente tolerable para los que no se encuentran en sintonía con tu nivel de glucosa en sangre. Escribes poco, porque no quieres embadurnar a los demás con la pringue de tus caramelos, pero rara vez te resistes, porque en el fondo tu organismo tampoco tolera tanto rosa y necesita dejar salir al menos una parte.

Pero cuando estás simplemente feliz no quieres escribir. No quieres dejar escapar ni un ápice de lo que estás sintiendo. No quieres poner orden a nada, no quieres gritar a los vientos nada que se puedan llevar calle abajo. Es entonces cuando te guardas tus palabras para ti y usas las de otros.

Y cantas.

Feliz puente!